Un día en Antigua, Guatemala
Podría ir una y mil veces a la
tierra Chapín, en donde las calles se bañan de sol reluciente y calientito, de
ese que muy pocas veces soy capaz de percibir en mi ciudad. Su gente indígena
se pasea de un lado a otro de los recovecos que se construyeron dentro de
Jocotenango, en Antigua Guatemala. Un diminuto jocote me indicó que me
encontraba en el territorio. Los jocotes son frutas que se encuentran solamente
en Guatemala, me dice con orgullo uno de los marchantes que me atiende en el
carrito en donde compré un atol blanco con frijoles con un poco de salsa.
La piel morena como la mía, nos
hicieron sentirnos paisanos sin remedio. Dos Quetzales por el vaso y tres
Quetzales por una dobladita con queso y papa. La salsa de tomate encima,
cebolla y cilantro. Un manjar si te encuentras hambriento y sumamente barato a
diferencia de aquellos restaurantes que me lanzan un bombardeo de ofertas
inalcanzables y risibles a comparación de lo que ofrece Don Francisco que
cuenta con una magia formidable entre sus manos creadoras de comida.
Caminando por las calles, me
encontré con una de las principales bautizada con el nombre de uno de sus
cantantes y artistas predilectos. La estrella musical Ricardo Arjona, nació en
el Municipio y para sus paisanos, es un verdadero honor que un hijo
Guatemalteco ponga tan alto el nombre del país, lo ha hecho siempre y ha dado
más a la gente de lo que sus propios dirigentes. Los guatemaltecos lo respetan,
aun no siendo admiradores de su escritura o su creación melódica.
Un Quetzal me costó subirme a un
autobús con colores de festival que envuelven las retinas de todos. Dentro de
él todo parece una fiesta, las personas en su mayoría, van conversando unas con
otras. Mujeres con su huipil tan detallado y perfectamente elaborado que emerge
un sinfín de destellos y luces: blanco, negro, amarillo y rojo, todos
considerados sagrados para los motivos de guerra desde la época precolombina. Arriba
de los asientos, casi tocando el techo, se encuentran los maleteros en donde se
colocan las petacas que guardan una vida entera.
Desde Quetzaltenango,
Sacatepequez y Panajachel se desplazan para llevar un poco de comida de lo
vendido en la explanada de la capital, donde se postran curiosos los turistas
preguntando también por vestidos y pantalones hechos a mano, por dulces típicos
que conservan un sabor fascinante y que indudablemente, tienen una similitud
con los mexicanos: tamarindo guatemalteco, que en lugar de picante tiene
solamente azúcar, dulce de pepita mejor conocido como “pepitoria”, camote dulce
como el que se come en la Ciudad de México cuando los señores pasan en sus
carritos silbando y echando humo.
Arribé al centro del Municipio,
un Arco color amarillo resaltó sobre la entrada, el Arco de Santa Catalina
construido en el siglo XVII para conectar el convento que llevaba el mismo
nombre a una escuela, permitiéndoles a las monjas pasar de un edificio a otro.
Los dueños y creadores fueron la familia Santos, que hasta la fecha siguen
siendo bien respetados. El Palacio Municipal con la bandera del Municipio de Antigua
y la Nacional, una combinación de verde claro con el azul celeste que
identifica al país, el mismo que presenta su cielo claro e hipnótico.
El Cerro de la Cruz como guardián
del territorio hace una perfecta sintonía con el antaño de los edificios que te
transportan irremediablemente a tiempos de colonización española, la que por
beneficio o maleficio se instaló con tanta fuerza, similar a México. En su
punta uno es invitado a contemplar la vista panorámica del pueblo. La imagen
que se dibuja es tan divina que el mismo Turner envidiaría el paisaje. Varios
visitantes provenientes de Canadá, El Salvador y Argentina se quedan
estupefactos de la majestuosa belleza que emite la primer capital de Guatemala
en los años de 1542. Bendita tierra que ha sufrido avasallantes desastres
sociales y naturales, sin embargo han sido fuente potencial para el
fortalecimiento de su gente.
Caminado por la calle Quinta
Avenida, me quedé anonadada de la diversidad de negocios que te venden de todo,
desde comida típica, hasta joyería. Entré a un pequeño bar con el nombre de
“Cerveteca” que vendía cerveza artesanal, porque curiosamente, Antigua es uno
de los sitios en donde más se elabora este tipo de bebida, razón suficiente
para que un gran número de personas se desplacen solo para hundir su paladar
con los sabores efervescentes, dulces, fuertes y delicados de ella. Exacta
decoración que son alusivos al ambiente y un agradablísimo bartender que en todo momento se presentó parlanchín y notablemente
interesado en la charla que se creó entre los tres, mi amigo Claudio, él
(Gustavo) y yo. <<¿De México venís?>> Preguntó con una emoción
peculiar. <<Sí, sí, somos de México.>> Respondimos con una alegría
que al parecer es poco vista en el lugar. <<Perdón que me sorprenda, pero
casi no vemos a mexicanos en Guatemala y la verdad, los que vienen, dicen
muchos que no nos quieren. Yo pienso todo lo contrario, al menos eso fue lo que
he sentido con ustedes.”
Una bebida de cebada con toques
de chocolate fue la que elegí, su sabor me confirmaron en ese momento que
Guatemala es uno de los países con más riqueza no solo natural sino cultural y
gastronómica. Como latinos y vecinos, deberíamos de ser más empáticos con
nuestros hermanos que habitan del lado sur y que nuestras raíces son tan
similares que incluso, no dejé de sentirme en mi propia casa.
Regresamos a las ocho de la noche
a Guatemala, decidimos que para vivir y conocer a los Chapines se necesitan más
de siete días y que pisar sus hermosas calles debería de ser considerado un
honor, un bendito honor.
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