Estanquillo y sus rituales del caos
“Hay que
remontarse a los periodos del nazismo y del estalinismo, casi un siglo atrás,
para encontrar ejemplos de control de población tan extenso e intenso como los
que suceden en estos días en China con la excusa del coronavirus. Un gigantesco
panóptico militar y sanitario, que confina a la población a vivir encerrada y
bajo permanente vigilancia.” Raúl Zibechi lo escribió recientemente (http://ow.ly/lhpG50yAEzs) y de inmediato quise remontarme
al turismo que es presentado cual brillante foco rojo señalando alerta en su
producción y entonces, en lugar de quedarme encerrada por el incesante pánico
generado por el aclamado virus “Covid-19”, decidí salir para esbozar lo que les
escribo.
Cuando
transcurría el 2009, un agravio sucedía en el sector salud, los espacios se
inundaron de personas portando un cubre-bocas que sigue siendo considerado el
escudo de cualquier enfermedad, se porta, desde que tengo uso de razón, como
bandera que indica que uno debe de ser intocable porque, de no ser así, sería
causante de catástrofes como las que se iniciaron aquellos días de camas
abarrotadas de enfermos que morían como estrellas fugaces imprevistas o al
menos, así se leía en los diarios, se oía en la radio y se veía en los
noticieros.
Mientras
daba mis pasos en dirección a lo que es, a mi parecer, uno de los museos más extraordinarios
de la Ciudad de México, admiraba a la gente con una mirada desconcertante,
algunas se veían pálidas, otras se percibían con un pánico terrible que les
pedía a gritos salir corriendo de la ciudad o prácticamente del planeta porque
al parecer, no hay más rincón del mundo en donde nos encontremos seguros de no
ser infectados por alguna enfermedad. Recordaba por supuesto, los 268 millones
de pesos perdidos en las salas de cine del país porque se había sembrado un
temor asfixiante en la sociedad y provocaron que muchos se quedaran
enclaustrados porque según las indicaciones, si se llegaba a rozar los
milímetros de distancia permitida con otro, podría uno ser contagiado generando
altísimas expectativas de morir.
El H1N1 fue
una catástrofe no solo para la psicosis social, sino para los beneficios de los
vendedores de artesanías que se despertaban cada vez con más temor de que una
de dos: o el cliente les compartiera un poco de ese mal maligno o no recibieran
visitas de nadie, dejándoles un dejo de tristeza y angustia en el pecho. El 8 %
del aporte al PIB del sector turístico se vio gravemente afectado, se perdieron
alrededor de US $13,000 millones que aseguraba la afluencia turística anual (http://ow.ly/6coi50yAyFT). Las playas se
percibían prácticamente vírgenes, las ciudades eran un hervidero de fobias y
nos vimos obligados a cancelar boletos de avión que aseguraban un cúmulo de
aventuras enriquecedoras.
Curiosamente,
casi diez años después un Wuhanais que aparentemente, según relatos vecinos,
comió un animal proveniente del Mercado de Animales Exóticos de la ciudad y se
infectó al consumirlo. El lugar era concurrido con frecuencia no solo por habitantes, sino por turistas
nacionales e internacionales por el simple morbo –mayoritariamente- de ver esas
54 especies expuestas en los locales. La historia repetitiva de cada década, el
control de masas como lo menciona Zibechi en destinos sensibles o con problemas
de movilización humana y los países como cause de pestilencia como Irán, según
Robert Fisk (http://ow.ly/xUoA50yAAY3), son ejemplos
exactos de este tipo de fenómenos. No obstante, México nuevamente se pronostica
a ser un “fuerte” candidato de portador del Covid-19, los ojos de los visitantes
que convergen en las salas del maravilloso Museo del Estanquillo, delatan la
sofocación. Yo al estar en el gran albergue de obras y colecciones del maestro
Monsiváis, repetía en mi memoria una frase de Los rituales del caos: y en el caos se inicia el perfeccionamiento
del orden. Aunque por momentos, parecía todo lo contrario.
Las
salas repletas de obras y piezas de Alberto Isaac, Abel Quezada, Gabriel Vargas,
Rius, collages creados por Monsi y muchas otras reliquias, se encuentran un
tanto desoladas, se imagina que dentro del espacio el aire se vuelve dañino. La
sala de lectura en donde se puede elegir cualquier libro donado por el escritor
y sentarse en uno de los sillones del espacio para leerlo, se empolva de
angustia y ansiedad por no ser contaminada porque se escuchó en la radio que ya
se cuenta con el primer caso positivo en México y “para documentar el
optimismo” está aislado en un hospital de la ciudad. La terraza con una de las
vistas más impresionantes del Centro Histórico y capaz de robar el aliento de
cualquiera, no la está apreciando casi nadie, a pesar de que la claustrofobia
se evite.
El
edificio construido en los años de Porfirio Díaz en 1890, con transiciones de
joyería, discoteca hasta convertirse en museo, está perturbado de silencio. La
exposición de boleros cantados por Agustín Lara, Pedro Vargas y María Victoria
resuenan con ecos que parecen no tener un regreso. Las memorias, las ganas y
las intenciones de Monsiváis al preservar la esencia e identidad mexicana, se
disuelven en cada rincón del espacio, así como –por otra parte- el temor de la
gente por esa crisis se incentiva.
Todo
parece evocar las palabras del mismo libro “el fin del mundo se acerca, aparte
con anticipación sus boletos”. Se escucha a la lejanía la risa de Monsi y nos
susurra a los tres que nos plantamos en medio de la segunda sala: “muy pronto
se iniciará el conteo regresivo y la humanidad entrará en su fase terminal. Sin
embargo, y por fortuna, en vísperas de la catástrofe les ofrecemos la gran
oportunidad: el lipstick que hará que se enamoren del color como casi nunca lo
hubieran visto, un color incendiario por sus pigmentos puros y con la sensación
cremosa que deja su néctar de miel nutritivo. ¿Qué más quieren? Y todo esto a
unas horas de que la humanidad se desvanezca. Acudan al fin de la especie con
labios flamígeros, los propios del beso de la despedida.”
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