St. Patrick's Day
La temperatura
amenazaba con ser tormentosa, lluvia repentina, vientos de 180 km por hora y un
frío que cala lo más profundo de los huesos. Llevaba desde inicios de mes el
bombardeo de anuncios de la festividad, una de las fechas más representativas
para todo el país y sin duda, en diversas partes del mundo se venera con tanto
respeto y amor por la tierra irlandesa. El Día de San Patricio, día diecisiete
de marzo, los duendes traviesos con atuendos verdes, se empeñan a salir de sus
refugios para pasearse por todas las ciudades del país: Dublín, Cork, Naas,
Galway y Limerick. Con polvos mágicos de color oro, infestan las calles de cada
una de las urbes y la sociedad, cae ante una rendición suave y concisa de la
venía de tréboles.
Había escuchado hablar
de la festividad durante toda mi vida, en mi imaginario, desplazarme hasta el
evento parecía un asunto poco factible de conocerlo, sin embargo el año pasado,
tuve la dicha de presenciarlo y sobre todo, vivirlo. La ciudad llevaba todo el
mes alumbrada de color verde, resaltaba todo, incluso hasta el más recóndito
detalle de los edificios de estilo victoriano. La universidad Trinity College
perplejaba a cualquiera cuando la luz del sol descendía y la luna comenzaba a
alumbrar, permitiendo que se admiraran los focos verdes que resplandecían en
los bordes de las paredes del lugar. A donde fuera que diera mis pasos,
respiraba un fulgor de corazones irlandeses por celebrar lo que desde el año
1600 se volvió uno de sus eventos más representativos.
La muerte de San Patricio
trajo lo que debe ser recibido de parte de todos los santos: alegría y
bendición. El predicador de la palabra de Dios, fue el incursor del catolicismo
en la República de Irlanda junto con Santa Brígida y San Columba. Al ser tanto
su entusiasmo de penetrar en cada una de las esferas sociales del país
inculcando la creencia, comenzó a ser adorado por los fieles creyentes de la
religión. No obstante, me parecía adecuado conocer el origen de la celebración,
ya que no se lleva a cabo desde el deceso del Santo, sino muchos años después.
Los hostales de la
ciudad de Dublín, notificaban en todas partes de la web, un overbooking que impedía la reservación
de cúmulos de turistas provenientes de todas partes del mundo, alemanes,
ingleses (incluso cuando no son muy afines a los descendientes de los
vikingos), españoles, franceses y latinos al por mayor. Los cuartos de hoteles
comenzaron a llenarse desde finales del mes de febrero y hay quienes incluso
apartaron su espacio un año atrás. La situación es especial, prácticamente el
mundo se vuelve participe de la locura de los duendecillos irlandeses, si uno
corre con suerte, es capaz de hallar un lugar donde dormir una semana antes, yo
por fortuna, no padecí el quedarme fuera, así que sin remedio, había comprado
dos semanas atrás una sudadera color verde que me permitiera colaborar con la
unión de colores de la ciudad.
Vallas por toda la
periferia del centro para evitar alguna confrontación o accidente entre los que
desfilan y los asistentes. Sí, la fiesta inicia con un carnaval llena de carros
alegóricos bien disfrazados de personajes alusivos y más de veinte bandas de
música de jóvenes de secundaria y preparatoria, resuenan con toda intensidad
sus trompetas, saxofones, trombones y tambores. Gaitas que explotan las paredes
que conforman las construcciones de alrededor y ese atuendo típico de los
hombres a través del uso del “kilt” o faldas irlandesas.
A mi lado, una familia
formidable con una mixtura de culturas: la mamá española, el padre francés y el
niño italiano, los tres aplaudían con fervor a todo lo que veían y entonces el
niño de aproximadamente doce años preguntó en francés a su papá: depuis quand est-il célébré? (¿Desde
cuándo se celebra?) Para lo que él al abrazarlo le dijo en italiano: todo fue
por un grupo de irlandeses que vivía en Estados Unidos, específicamente en San
Agustín, en Florida. Al encontrarse con un extrañamiento dramático junto con el
vicario Ricardo Artur, organizaron el primer desfile. El niño preguntó la fecha
de tal evento, sin embargo, el padre no fue capaz de responder. De inmediato,
me acerqué a un café del cual tenía la clave de Wi-Fi desde unas semanas atrás,
lo investigué y con pretexto de practicar mi conocimiento en italiano, les
compartí lo siguiente: el primer desfile se llevó a cabo el 17 de marzo de
1601, efectivamente en una colonia española que se encontraba en Florida. No
obstante, un siglo después, un grupo de soldados irlandeses pertenecientes al
ejército militar inglés, marcharon en Boston en 1737 y en marzo de 1762 en
Nueva York.
Los ojos de los tres se
desorbitaron, ellos por saber la información de una desconocida y yo por haber
sido capaz de producir y conjugar correctamente mis verbos en italiano. El
niño, de nombre Stefan, me regaló una sonrisa y su padre, solamente me
agradeció por el dato. Mi corazón se hallaba tranquilo y sobre todo, contento
por lo que vivía, era poco creíble encontrarme en ese momento ahí, un
sentimiento de ser inquebrantable se expandió en mi interior y la lluvia
comenzó a caer.
Era tal vez el décimo
cuarto carro alegórico, faltaban aproximadamente seis más y mis manos cada
minuto que pasaba padecían un incontrolable suplicio por el frío, mis piernas
prácticamente habían desaparecido, llevaba más de tres horas en una sola
posición y era tal su congelamiento que me era casi imposible moverlas. Más de
dos millones de visitantes en todo el país y yo formé parte de aquel mundo
inmenso. Me sentía maravillada y a la vez, honrada.
Concluyó el desfile con
un grupo de más de veinte niños y adultos en bicicletas que cargaban un libro
en sus espaldas, representando al gran número de escritores originarios de la
tierra: Beckett, Joyce, O’Brien y Wilde, por nombrar solamente a algunos,
considerando evidentemente, que el país es uno de los sitios con más riqueza
literaria y que contiene por lo menos más de 336 librerías, por lo que fue
considerada en 2010 como la UNESCO City
of literature. Todo se invadió de fulgor, de alegría rebosante. Las calles
se ausentaron de familias y niños para rodearse de jóvenes en busca de fiesta
en los famosos “pubs” de la ciudad.
Una pinta de Guiness o
de O'Hara's Celtic Stout, venta de Fish n’ Chips cual tacos en las esquinas de
México y la música moderna o celtica resonando en cada rincón. Una feria frente
al Custom House donde una rueda de la
fortuna se percibe desde la lejanía con luces blancas y anaranjadas que
iluminan las pupilas de todos al pasar. Un mundo feliz dentro de un caos
citadino.
Mi día de San Patricio
fue una de las mejores experiencias de mi vida, terminé siendo amiga de un
francés, una chica italiana, una Polaca y una japonesa. Me encontré con unos
paisanos que me invitaron a un bar que no era más que un hervidero de turistas
y regresé a casa con un alma emocionada, radiante, por ponerle un mejor nombre.
Hace un año, los
irlandeses, particularmente los citadinos de Dublín, vivieron el más grande
desfile de su historia, sin embargo un año después, las calles se hallaron
vacías, la ausencia de gritos, celebraciones, ferias y carros alegóricos no se
percibió en ninguna ciudad del país, un virus con altas posibilidades de
expandirse e infectar a la población, corrompió la juerga derramada de aquellos
duendes amigos de San Patricio. Los edificios se iluminaron, mas pocos fueron
los que los admiraron.
Los irlandeses
sacrificaron su más íntima celebración del año y aún nos preguntamos en México
si será difícil contenernos del contacto masificado entre nuestra sociedad.
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